Archivo de noviembre de 2024
Hoy celebramos la solemnidad de Todos los Santos. A la luz de esta fiesta, detengámonos un poco a pensar acerca de la santidad, en particular en dos características de la verdadera santidad: es un don -es un regalo, no se puede comprar- y, al mismo tiempo, es un camino. Un don y un camino.
En primer lugar, es un don. La santidad es un don de Dios que hemos recibido en el Bautismo: si lo dejamos crecer, puede cambiar completamente nuestra vida (cf. Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, 15). Los santos no son héroes inalcanzables o lejanos (…) seguro que hemos conocido a algunos de ellos, algún santo cotidiano, alguna persona justa, alguna persona que vive la vida cristiana en serio, con simplicidad (…) La santidad es un don que se ofrece a todos para tener una vida feliz. Y, al fin y al cabo, cuando recibimos un don, ¿cuál es nuestra primera reacción? Precisamente que nos ponemos felices, porque significa que alguien nos ama; y el don de la santidad nos hace felices porque Dios nos ama. (…) La santidad es un camino, un camino de juntos, ayudándose mutuamente, unidos con aquellos compañeros ideales que son los santos. (Ángelus, 1° de noviembre de 2023)
Mt 5, 1-12
En aquel tiempo, cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Entonces se le acercaron sus discípulos. Enseguida comenzó a enseñarles, hablándoles así:
«Dichosos los pobres de espíritu,
porque de ellos es el Reino de los cielos.
Dichosos los que lloran,
porque serán consolados.
Dichosos los sufridos,
porque heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia,
porque serán saciados.
Dichosos los misericordiosos,
porque obtendrán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón,
porque verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz,
porque se les llamará hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia,
porque de ellos es el Reino de los cielos.
Dichosos serán ustedes, cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos».
1 Jn 3, 1-3
Queridos hijos: Miren cuánto amor nos ha tenido el Padre, pues no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos. Si el mundo no nos reconoce, es porque tampoco lo ha reconocido a él.
Hermanos míos, ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado cómo seremos al fin. Y ya sabemos que, cuando él se manifieste, vamos a ser semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.
Todo el que tenga puesta en Dios esta esperanza, se purifica a sí mismo para ser tan puro como él.