Todos somos hijos. Y esto nos reconduce siempre al hecho de que la vida no nos la hemos dado nosotros mismos, sino que la hemos recibido. El gran don de la vida es el primer regalo que nos ha sido dado. A veces corremos el riesgo de vivir olvidándonos de esto, como si fuésemos nosotros los dueños de nuestra existencia y, en cambio, somos radicalmente dependientes. En realidad, es motivo de gran alegría sentir que, en cada edad de la vida, en cada situación, en cada condición social, somos y permanecemos hijos. Este es el principal mensaje que nos dan los niños con su presencia misma: sólo con ella nos recuerdan que todos nosotros y cada uno de nosotros somos hijos. Y son numerosos los dones, muchas las riquezas que los niños traen a la humanidad. Recordaré sólo algunos. Portan su modo de ver la realidad, con una mirada confiada y pura. El niño tiene una confianza espontánea en el papá y en la mamá; y tiene una confianza natural en Dios, en Jesús, en la Virgen. Al mismo tiempo, su mirada interior es pura, aún no está contaminada por la malicia, la doblez, las «incrustaciones» de la vida que endurecen el corazón. Sabemos que también los niños tienen el pecado original, sus egoísmos, pero conservan una pureza y una sencillez interior. Pero los niños no son diplomáticos: dicen lo que sienten, dicen lo que ven, directamente. (…)  Los niños —en su sencillez interior— llevan consigo, además, la capacidad de recibir y dar ternura. Ternura es tener un corazón «de carne» y no «de piedra», come dice la Biblia (cf. Ez 36, 26). (Audiencia general, 18 de marzo de 2015)

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