Este episodio evangélico se refiere también a nosotros, y no solo a los sacerdotes, sino a todos los bautizados, llamados a testimoniar, en los distintos ambientes de vida, (…) Ningún cristiano anuncia el Evangelio «por sí», sino solo enviado por la Iglesia que ha recibido el mandado de Cristo mismo. Es precisamente el bautismo lo que nos hace misioneros. Un bautizado que no siente la necesidad de anunciar el Evangelio, de anunciar a Jesús, no es un buen cristiano. La segunda característica del estilo del misionero es, por así decir, un rostro, que consiste en la pobreza de medios. Su equipamiento responde a un criterio de sobriedad. (…) El Maestro les quiere libres y ligeros, sin apoyos y sin favores, seguros solo del amor de Él que les envía, fuerte solo por su palabra que van a anunciar. (…) No eran funcionarios o empresarios, sino humildes trabajadores del reino. Tenían este rostro. Y a este «rostro» pertenece también la forma en la que es acogido el mensaje: puede, de hecho, suceder no ser escuchados o acogidos (cf. v. 11). También esto es pobreza: la experiencia del fracaso. La situación de Jesús, que fue rechazo y crucificado, prefigura el destino de su mensajero. Y solo si estamos unidos a Él, muerto y resucitado, conseguimos encontrar la valentía de la evangelización.  (Ángelus, 15 de julio de 2018)

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