Cuando envía a los setenta y dos discípulos, Jesús les da instrucciones precisas que expresan las características de la misión. La primera ―ya lo hemos visto―: rezad; la segunda: id; y luego: no llevéis bolsa o alforja …; decid“Paz a esta casa” … permaneced en esa casa … No vayáis de casa en casacurad a los enfermos y decidles“El Reino de Dios está cerca de vosotros”; y, si no os reciben, salid a las plazas y despedíos (cf. versículos 2-10). Estos imperativos muestran que la misión se basa en la oración; que es itinerante: no está quieta, es itinerante; que requiere desapego y pobreza; que trae paz y sanación, signos de la cercanía del Reino de Dios; que no es proselitismo sino anuncio y testimonio; y que también requiere la franqueza y la libertad para irse, evidenciando la responsabilidad de haber rechazado el mensaje de salvación, pero sin condenas ni maldiciones. Si se vive en estos términos, la misión de la Iglesia se caracterizará por la alegría. ¿Y cómo termina este paso? «Regresaron los setenta y dos alegres» (v. 17). No se trata de una alegría efímera que viene del éxito de la misión; por el contrario, es un gozo arraigado en la promesa de que ―dice Jesús― «vuestros nombres están escritos en el cielo» (Ángelus, 7 de julio de 2019)

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